Cierro esta semana viajera con la continuación del post de ayer. Fin del experimento. Ahora hay que trabajar.
Feliz fin de semana
Asistía a una discusión, que como alumno no quiere perder la lección me hacía estar atento a cualquier detalle. Observaba los gestos y los ojos de la gente sin apenas parpadear, porque siempre he creído que es lo que hay que leer y escuchar cuando no se entienden las palabras.
Vi como mi futuro compañero de infortunio entregaba su billete al responsable de la ruta. Lo que en principio me pareció una devolución de dinero, - lo que significaba que ese día no saldría- en la practica fue un cambio de billete hasta Diaoubé. Me acerqué a él y le pregunté qué era lo que pasaba. Me dijo que, efectivamente, el coche a Kolda no saldría, pero si tomábamos el transporte hasta Diaoubé y llegábamos antes de las siete y media, podríamos llegar a Kolda lo cual era positivo, esas fueron sus palabras, para los dos porque él debía, estar en Kolda esa noche.
Pensé que si así era no habría que preocuparse mucho pues su urgencia estaba más justificada que la mía.
La razón de tener que llegar antes de esa hora es que una vez que anochece se corta la carretera por motivos de seguridad. Una vez que se hace de noche y hasta que no amanece no se puede circular, al menos en la región de la Casamance, debido a la guerra o guerrilla que mantienen el Movimiento de Fuerzas Democráticas de Casamance (MFDC) - que desea una mayor autonomía o la independencia de esta región del país – y el gobierno de Dakar.
Para acelerar la partida tuvimos que pagar la última plaza que quedaba por ocupar. Salimos como aquel que dice, escopetados por una pista de tierra que parecía en buen estado. Consciente de la que nos jugábamos, el conductor marchó a la mayor velocidad que había circulado hasta entonces en Senegal. Daba la impresión de que finalmente conseguiríamos nuestro objetivo y podríamos enlazar con nuestro destino; pero prepararse para lo inesperado es necesario y más en Senegal, o quizás en África donde todo sucede o deja de suceder con la misma intensidad.
Llegamos Diaoubé a las siete y cuarto. Era día de lumo, de mercado semanal y atravesar las calles, infestadas de vendedores, de idas y venidas de mercancías, de puestos callejeros que estrechaban más, si cabe, nuestro camino hasta el próximo coche, ralentizaba nuestra marcha. El mercado, uno de los más importantes de Senegal atrae a gente de Malí, Gambia y Guinea debido a la cercanía de las fronteras.
Ante la imposibilidad de circular en esas condiciones, descendimos de la furgoneta y caminamos a paso demasiado ligero, esquivando personas y bultos, los últimos quinientos metros donde encontraríamos nuestro salvoconducto a Kolda o nuestros problemas.
A veces diez minutos no son nada o lo son todo. Cuando llegamos, la carretera ya estaba cortada y la noche había decidido no ya caer, sino aparecer de forma súbita. Hasta en eso África no avisa. Cuatro coches esperaban que el oficial de guardia hiciese manga ancha y les dejase pasar. El responsable del puesto de mando, se mostró inflexible: Nada que hacer.
Alahou que así se llamaba mi compañero de infortunio, decidió tomarme bajo su tutela en un pueblo en el que escasamente hay hoteles, y posiblemente estuviesen llenos; un pueblo que cada vez se hacia más negro.
Hasta el amanecer, seis de la mañana, hora en la que supuestamente partiríamos, estaríamos inmovilizados. Quedaba mucho tiempo, casi doce horas horas en las que me veía pasando la noche bajo un triste soportal o mendigando una cama o un espacio donde dormir.
Era uno de esos días que la resignación te lleva a relativizar todo y piensas que a pesar de estar donde no quieres, sin tener ni idea de lo que va a pasar o como te las vas a arreglar, eres feliz: porque una noche africana, oscura, sin más protección que el sentido común te ayudará a saber cuales son tus límites en eso que llamamos viajar.
Mucha gente, mucho ruido y sobre todo, mucha incertidumbre, no nerviosa pero tampoco relajada del todo.
Nos refugiamos en una gargotte de dos platos y dos guarniciones donde la dueña servía de dos cuencos carnero o cous cous a los que allí se acercaban. Seleccionaba con sumo cuidado lo que servía a cada comensal revolviendo bien en un puchero, bien en una cuenco de metal amplio y hondo. En este último, reposaban trozos de cabra o carnero aceitosa hecha con cebolla guisada, pimienta y vaya usted a saber qué. En la otra un pobre cous cous en el que abundaba la sémola y poco la verdura. A sus pies, en el suelo, una bandeja con patatas fritas bastante sospechosa y una fuente de espaguetis excesivamente cocidos.
En el interior una mesas bajas y varias sillas, algunas de ellas mutiladas por el respaldo o mancas, y poco más; o más bien nada más.
Nos sentamos a cenar tras lavarnos las manos con jabón en polvo y aclararlas hasta que dejasen de estar preguntosas.
Nuestra fuente contenía varios trozos de carne gruesos que reposaban sobre lo que los cursis dirían un lecho de espaguetis. Alahou despedazaba la carne con la mano derecha con gran maestría y al ver que yo no me defendía bien, me iba ofreciendo trozos, arrojándolos cerca del borde de la fuente que se encontraba más cerca de mi. Debía estar muy atento a utilizar solo la mano derecha, para no ofender a mi acompañante y sólo utilizaba la izquierda para partir el pan. Yo, intentaba corresponder arrancando también trozos de carne, pero mis dedos resbalaban cuando intentaba separarla del hueso. Era para mí, casi imposible y Alahou tomaba la iniciativa. Impregnábamos con el pan la salsa, capturando los trozos de carne más pequeños y algo de pasta. Al rato, una chiquita , depositó en la bandeja parte del hígado y los riñones del animal que me fueron ofrecidos como si de un manjar se tratase. Comí más con prudencia que con desgana. Al finalizar la cena, otra vez sesión de lavado.

Salimos al exterior. Me senté en un camastro que se encontraba a la puerta. A pesar de que el mercado había acabado, aun se veía mucho movimiento en las calles. Apenas unas bombillas iluminaban algún punto del pueblo. Se veían bultos que se movían, más que personas. A medida que pasaba el tiempo, las calles se iban apagando y aumentaba mi incertidumbre.
Aun quedaba lo más difícil. ¿Donde dormir? Eran las nueve y media de la noche e ignoraba que iba a ocurrir antes de las seis mañana. El único temor que tenía era que me venciese el cansancio. Si debía permanecer en la calle, tendría que estar muy pendiente del equipaje, de posibles ladrones y de las más que probables picaduras de variados insectos que a buen seguro vendrían a hacerme una visita de cortesía.
Inesperadamente Alahou encontró un sitio para dormir y fuimos llevados a una especie de patio cerrado donde se encontraba la casa, “la maison”, como decía Alahou, que mas parecía una sucesión de compartimentos estancos donde se guardaba un poco de todo.
En el espacio que nos dejaron para dormir había un gran camastro con un mosquitera y poco más; unas vigas de madera, unos sacos y unas lonas. Allí pasaríamos la noche. El hombre que nos había conducido a través de callejas de barro nos dejó un ventilador y se marchó sin decir ni adiós.
Uno, con el tiempo, ha afianzado sus manías y la perspectiva de compañía en una habitación con un desconocido nunca me ha seducido, pero dadas las circunstancia no quedaba más remedio. Creo que los dos estábamos un poco incómodos y aunque el cansancio empieza a aparecer alargamos la velada fuera de la habitación para ir dormir.
El lugar donde nos encontrábamos se asemejaba más a un corral que a una casa. El baño, estaba situado a varios metros y consistía en un retrete a la turca que exhalaba olor a orines, al lado, otra pequeña estancia que se suponía era donde se lavaban.
Charlamos un rato, era militar y regresaba de un permiso. Su familia vivía en Tamba. Había estudiado económicas pero había ingresado en el ejercito tras acabar y llevaba allí 19 años . Le pregunté si le gustaba la vida militar y me contestó que por fuerza tiene que gustar, porque es una vida difícil, lejos de la familia, lejos de todo. Lo decía perdiendo la mirada, sin ninguna pasión. Hablamos del país, me contó que muchos de los problemas tiene su origen en que la gente quiere salir de Senegal. Apenas hay industria. Solamente algunas empresas de transformación agropecuaria y la pesca; pero no es suficiente.
En la noche africana hace calor. En la habitación contigua a la nuestra se escuchaba una animada charla de las mujeres, y a pesar de no entender woolof, la conversación se me hacía familiar. Alahou me contó que casi todo el mundo habla woolof, incluso los que son de la etnia peul o diola. El francés, que es idioma oficial, no lo habla todo el mundo y está más reservado a la clase intelectual. En el colegio como segundo idioma se puede elegir entre árabe, inglés y español. El estudió español, pero se le había olvidado y recita, divertido algunas frases sueltas.
De repente otro de los habituales cortes de luz. Nos fuimos a dormir iluminados por mi linterna. Tomamos nuestro espacio del camastro, el pared, yo pasillo y en posición quieta permaneceríamos hasta las cinco de la mañana. Me desvelé varías veces por el ruido que producían los animales que caminaban por el techo y que bien podía ser pájaros o ratas; y por el asfixiante calor que hacía en la habitación.
En unas horas intentaríamos pelear y conseguir una plaza en el primer transporte que saliese para Kolda. Costó dormir, pero al final el sueño y el agotamiento me derrumbó. Mañana sería otro día.