México DF. Siete y pico de la tarde de un día de febrero. Iba sentado en la parte de atrás de un coche que durante varios días me había acompañado y escoltado por la capital mejicana. Me dirigía al aeropuerto, atascado en el sudor de humo de unos coches que luchaban, inútiles, por llegar no sé donde, pero seguro que tarde. Regresaba a España triste, muy triste.
Adoro México: por muchas razones. Una de ellas es porque allí la vida se vive intensamente, como si cada instante, para bien y para mal, fueran el último y las medias tintas, no se ven ni en los talleres de impresión de libros (México siempre ha tenido magníficas editoriales). Otra de las razones por las que me gusta es por su gente, que, hijos de puta o de la gran chingada aparte, es maravillosa y bastante respetuosa en todos los sentidos. Y por muchas más que ya iré contando por aquí.
Adoro México. Pero no, no me iba triste por eso. Me iba triste debido a una metedura de pata; un error de esos que se cometen cuando diriges personas; un error de esos que los directivos cometen, cometemos todos los días. Os cuento la escena.
Hall del hotel Marquis Reforma. Final de un viaje de incentivo. Quedaba la cena de gala y para casa. Yo, un día antes del final, debido a que tres días después volaba a otro punto de Europa o de la Península, (que ya no recuerdo), a servir y cuidar a otros clientes.
México, había sido durito: desde la compra de plata y «colorao» (oro para los que no han trabajado con el hampa) en Taxco y en un tugurio cercano al Zócalo en el DF un mes antes, al asalto y robo de joyas, dinero y artículos personales en las habitaciones de nuestros clientes. Mi amiga Sara y mi amiga Lourdes (de las cuales os he hablado aquí) formaban junto a otras (de la cuales no he hablado) parte del equipo que desplazamos a México.
A pesar de lo durito, como decía, el viaje estaba siendo un éxito. En ese hall, quince minutos antes de irme, varios clientes, Lourdes, alguien más del equipo y yo conversábamos sobre viajes, familia etcétera. No sé qué paso, que Lourdes, en un momento, con la confianza de estar entre amigos, hizo un comentario jocoso, pero sin mala intención sobre mi persona (yo era el jefe) que es posible que estuviese fuera de lugar, pero tampoco como para que, reaccionase como lo hice: que no fue ni más ni menos que soltar una mirada y un contestación de esas que humillan y destruyen los buenos momentos. Unas palabras de esas que acuchillan el alma.
La última imagen que tuve de ella antes de ir al aeropuerto fue su huida a los lavabos a llorar. Yo, inflexible, digno y gilipollas le dije al chofer «en quince minutos nos vemos abajo». Imaginad las caras de los clientes, del equipo y de un empleado del hotel que pasaba por allí.
Iba camino del aeropuerto. Mi chofer, del que no recuerdo el nombre, aunque sé que empezaba por J, callaba, pero me decía muchas cosas con sus gestos por el retrovisor. Entre el caos, los bocinazos y las luces de unos rascacielos que parecían hablar, se conseguía escuchar la música de la película La Letra Escarlata, que produjo un efecto de desazón todavía mayor en mi persona.
Confieso que fue uno de los peores momentos de mi vida laboral. Cegado por el éxito, traté con una soberbia, con ese desprecio fácil que utilizan aquellos que tienen poder, a una persona que se había dejado el alma en su trabajo. Por ese pequeño «error» hice sentir mal a alguien que todavía tenía mucho trabajo por delante: Es decir, un desmotivador nato. Fui tan estúpido, no por dejar sólos a mi equipo, que sabían que me iba: fui tan torpe de bajarles la moral, porque a un grupo si le das en la línea de flotación lo puedes hundir. Y cuando se trabaja «en directo» es lo peor que se puede hacer.
Me dieron ganas de dar la vuelta, casi de perder el vuelo, de llamar por teléfono para pedir perdón; pero en esa época los móviles, los celulares existían poco. Llegué al aeropuerto. Triste. La sala Vip y la clase Business, ese día me importaban una mierda (con perdón y sin perdón). Había fallado no sólo a mi gente. Me había fallado a mi mismo.
Con este pequeño relato quiero, ilustrar alguno de los grandes errores que cometemos aquellos que tenemos que dirigir equipos. En ocasiones no somos capaces de ver las cosas adecuadamente por una ofuscación de la mente, lo que nos lleva a confundir perspectiva (que es mirar en varias dimensiones y desde diferentes puntos) con distancia (que es mirar las cosas con alejamiento). Mi reacción con Lourdes fue alimentada por la distancia que la soberbia puede marcar en las relaciones entre jefe y subordinado. Algo que es muy peligroso en las organizaciones y seguro que nada bueno. Confundí perspectiva con distancia, como se confunde la velocidad con el tocino. Hice cosas que no deben hacerse como es recriminar o abroncar a un empleado en público. Provoqué un problema de desmotivación y me fui sin dejarlo solucionado. Un "tres en uno" de estupidez.
Me equivoque. Uno de los miles de errores que he cometido, uno más entre los que cometeré; que hoy os cuento y os contaré.
PD – Afortunadamente, el tiempo curó la herida. Para vuestra información Lourdes y yo nos conocemos hará unos 20 años. Hemos trabajado juntos en cuatro empresas diferentes y lo seguimos haciendo: lo que, de alguna manera, dice mucho a favor de Lourdes por aguantarme y perdonarme mis errores
Feliz martes