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Flores - Guatemala |
“El lenguaje de la palabra tiene sus límites, hay cosas que no se pueden explicar, sólo se entienden cuando las vives”
Esta frase de Francisco Alcaide @falcaide que daba pie al post “Lo que sientes en los viajes” me gusta mucho porque, en mi opinión, es muy certera. Cuando escribo mis diarios de viajes, intento explicar no solo lo que veo, sino también lo que siento. Viajar es vivir y a veces es complicado explicar como siente uno la vida. Escribir un diario de viaje es, de alguna forma, hacerlo. Contar el momento, aunque no sea lo mismo.
Hoy os dejo un capitulo de Los sueños perdidos, diario de un viaje que realicé hace unos años a Guatemala y México: al mundo maya.
Los sueños perdidos: Primeras miradas
Volábamos en un pequeño avión. Desde la ventanilla izquierda, inclinando la vista hacia la tierra se divisaban los Cayos de Belice y, al virar, la Selva del Petén con su inmenso lago sólo y salvaje. Sobre nosotros, el suave azul del cielo de América. Dentro de la cabina, la modorra que deja una luz de siesta y el ronroneo monótono de los motores que arrullaban a un pasaje medio dormido.
Tras dos horas de viaje aterrizamos en el pequeño aeropuerto de Santa Elena que más parecía una pequeña terminal de autobuses que un aeropuerto. En comparación con el bullicioso y caro de Cancún, donde el trajín de pasajeros era prácticamente constante, en el de Santa Elena se podían escuchar los bostezos de los escasos funcionarios que, solícitos pero con desgana, sellaban los pasaportes.
Desvinculado del resto de los pasajeros, al salir, fui cazado por una taxista que por apenas dos dólares se ofreció a llevarme hasta la isla de Flores. No suelo regatear cuando las cosas me parecen razonables, ni pararme a pensar en lo que las guías de viaje recomiendan. Tampoco puedo hacer alarde de excelente negociador debido a que, por ahorrarme unos dólares no suelo discutir los precios mucho, máxime cuando valoro más mi tiempo; y si no es por la cháchara y el entretenimiento no me merece la pena hacer un toma y daca.
Había reservado por correo electrónico en Casa Amelia, un hotelito familiar, sin ningún lujo pero bastante digno y limpio.Un humilde hotel en el que el amor, la dedicación y el esfuerzo se respiraban en cada rincón del edificio; un hotel construido y decorado con gustos y tiempos desiguales en los que se adivinaban inversiones continuadas, quetzal a quetzal, fruto del sudor de tres generaciones que se turnaban en recepción, habitaciones, bar y cocina.
Tras comprobar el funcionamiento de la ducha y aire acondicionado (asunto al que le suelo dar bastante importancia en los viajes, especialmente en zonas calurosas) salí a pasear por el pueblo rodeando la isla.
Con la primera mirada al lago, con la primera visión del paisaje me dí cuenta que realmente habían comenzado mis vacaciones: el trabajo, la rutina, las preocupaciones habían desaparecido dejando en mi espíritu una calma que predisponía a disfrutar de cada instante que viviese en las siguientes semanas.
En el lago Petén se veían niños bañarse entre risas y chapoteos. Algunos lugareños ofrecían sus barcas para pasear llamando la atención con aspavientos suaves y unos cuantos guiris, como yo, holgazaneábamos o paseábamos perdiendo la mirada en las aguas o en las orillas que lo circundaban. En otro lugar, los niños dibujaban con acuarelas baratas la luz que se reflejaba en el lago. Me senté en un cafetín y estuve observándoles un buen rato. Se miraban los dibujos, se intercambiaban colores y se manchaban juntos. Reían, como sólo lo saben hacer aquellos que encuentran el gusto a las pequeñas cosas de la vida.
Proseguí mi toma de contacto, crucé el puente que unía Flores con Santa Elena y me adentré en un pueblo destartalado de calles polvorientas que en algunas bocacalles recordaban a esos poblados del oeste americano que me harté de ver en la tele cuando era niño.
Abundaban pequeñas iglesias de diferentes confesiones, de la nueva América evangélica patrocinada por los USA que están reconvirtiendo, una vez más, a los indígenas a otra «religión única, verdadera». Más bien parecían galpones convertidos en humildes almacenes de almas, porque quizás El Pueblo no de para más y las religiones tampoco.
A media tarde el mercado no era más que despojos y caras de cansancio cotidiano. Nadie parecía hacer un esfuerzo por vender las últimas mercancías.
Los plátanos morían ennegrecidos; los repollos se mostraban flácidos y las coliflores llenas de moscas abundaban. Tampoco el resto de la fruta y hortalizas: exhalaban podredumbre, vencidas por el calor, creando una atmósfera acre que no invitaba a permanecer allí por lo que me abandoné por varias callejas en las que los rojos Tuk Tuk con sus ensordecedores run runs, estridentes pitidos y vómitos de humo te envolvían de tal manera que, por momentos, daba la sensación de que estuvieses en una de esas caóticas y atronadoras ciudades indias en las que siempre me perdí con gusto.
Los motocarros casi todos tenían nombre de mujer, como si de una devoción o promesa se tratase: Yasmine, Rosario, María, Nora…
Regresé a Flores. Al lado del puente, había estacionada una calesa, aguardando improbables clientes que no subirían nunca porque al jamelgo, huesudo, blanco deslucido y agotado se le adivinaba una muerte próxima. Tampoco tenía mucho sentido pasear dar vueltas por una isla que no parecía tener mas de cuatrocientos metros de diamétro.
En lo alto de la isla, subiendo calles mal pavimentadas se llegaba al Parque Central donde se encuentra la iglesia, un edificio del gobierno y una cancha de baloncesto donde no había «dream teams » pero si sueños: niños y adolescentes jugaban de forma muy simple al baloncesto, errando continuamente los pases y los tiros a una canasta herrumbrosa.
En el pequeño graderío, un corro de muchachos, mezcladas las edades, fantaseaba con el manejo de las motos. En un banco, algo apartado y sombreado, dos enamorados se decían cosas sin mirarse a los ojos, mientras un anciano repanchingado me miraba con una indiferencia estudiada y, de reojo, a los demás. Frente a la iglesia, al fondo, varios quiosquitos y puestos anunciaban en letras erosionadas y pinturas descoloridas, refrescaciones y otras bebidas. Quioscos que seguramente vieron tardes de paseos, noches de anheladas ilusiones y domingos de traje bonito; de sonrisas de niños que tenían las manos llenas de dulces. Tiempos de paz.
Volví a orillas del lago. Las aguas se desplazaban en corriente cadenciosa y uniforme. El Sol por no desentonar se ocultaba al compás y yo, por no llevar la contraria, participé de su juego caminando al mismo ritmo.
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Lago Petén - Guatemala |