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Hanoi |
El vuelo Madrid – Roma – Bangkok es un vuelo multi destino en el que parte del
pasaje se separará en Bangkok buscando las evocadoras playas thailandesas, y otras ciudades del gran continente asiático como Yangon, Jakarta, Vientiane,
Kuala Lumpur, Hanoi….
Apenas quedan tres horas para llegar a
Bangkok, segunda escala antes de llegar a Hanoi, inicio de un viaje que me llevará
por tierras de Vietnam, Camboya y Thailandia; un viaje en el que recorreré
parte de la antigua Indochina, cuyo nombre, desde niño, siempre evocaba en mi
memoria, la lejanía extrema, el misterio, lo
desconocido; una palabra, Indochina, que en mi imaginación, era promesa de aventura.
A mi compañera de asiento, una señora que
pasa ampliamente el medio siglo, con más pasado que futuro, aún le quedan nueve
horas de viaje para llegar a su destino. Primero deberá tomar un vuelo a Manila
y después dirigirse por carretera a su pueblo que queda a unos 200 kilómetros
de la capital. Me cuenta que emigró a Francia hace cinco años con su marido
dejando en Filipinas a sus hijos y nietos. Viaja sola porque el dinero no da
para más. Cada año se turna con su marido permaneciendo en Filipinas cerca de
un mes junto a sus hijos y familiares. Sus gestos y palabras anticipan una
próxima felicidad; una felicidad que parece compartir un pasaje que anhela
llegar a su propio destino: recién casados de divorcio próximo e inevitable,
enamorados de por vida que da gusto verlos, tipos de vuelta de todo, ancianos
que regresan, gente respetuosa con el ambiente y con el medio, viajeros
descolgados de la rutina, de futuro incierto, que aún mantienen la curiosidad;
y yo, una mezcla de defectos y virtudes que se balancean consciente e
inconscientemente entre la belleza de un cielo estrellado, todos, deseamos
abandonar el Jumbo de la Thai para reencontrarnos con nuestra propia felicidad.
Aún no ha amanecido y me alegro de ello. La noche
me regala la nitidez tintineante de cientos de estrellas que parecen estar casi
alcance de la mano. Es bonito sentirse tan cerca, verlas en un plano
horizontal, envuelto en ellas, comprobando como te acompañan, haciéndote sentir
que el alma está viva. Ni siquiera las posturas incómodas, las patadas que
desde que despegamos de Madrid me ha
dado el pequeñajo del asiento de atrás, a pesar de las miradas que lanzo a los
padres para que le paren o al niño para ver si le acojono un poco, son capaces
de abstraerme de una contemplación que me devuelve a la niñez, a aquellos días
en el que mundo lo respiraba con aire puro, días en los que los destellos de
cada estrella eran sueños, deseos, curiosidad, asombro, imaginación…y me
pregunto ¿cuando perdimos las estrellas?, ¿cuando las abandonamos por otros
brillos fugaces? No quiero responderme: quizás las estrellas sean las nostalgias
de los que aún somos niños.
Después de tantas horas de viaje el vuelo
Bangkok – Hanoi se me hace corto. A la llegada hay gente esperando en la zona
de la aduana a un grupo de españoles que han contratado el viaje a una agencia.
Les delata la bolsa de regalo del mayorista y el volumen de sus voces que
desentonan en el silencio de esas tempranas horas. Pasan rápidamente el control
de pasaportes por una de las cabinas que les han asignado en exclusiva y los
veo perderse mientras aguardo mi turno para entrar en Vietnam. Les deseo con la
mirada un buen viaje, y con el alma no encontrármelos durante los próximos
días, mientras aguardo mi turno para entrar en Vietnam.
Siempre me ha llamado la atención esa manía,
esa pura pose que tienen algunos policías o funcionarios, cuando miran alternativamente
y con cara circunspecta foto de pasaporte y careto, aunque tengo la impresión de
que en la única que se fijan para poner el visado es en la real, esa que mira a
los ojos directamente; esa que delata o legitima.
Al salir de la terminal todo el calor y la
humedad de un Vietnam recién regado por las lluvias del monzón penetra en mi
cuerpo con tanta premura que tengo la sensación de que es una advertencia sobre
la necesidad de adaptarme a un lugar en el que no parece existir la prisa ni la
precipitación como compruebo poco después, cuando asoman los primeros campos de
arroz, en los que apenas se distinguen los típicos sombreros cónicos que había
visto en muchas películas y fotografías y que parecen moverse a cámara lenta,
como si los paisajes y las gentes hubiesen hecho un pacto con el tiempo.
Durante el trayecto, especulo con futuras
emociones, con aquellas promesas y aventuras de mi niñez; con el Vietnam de
campos de arroz, de aldeas y templos, con el de paisajes increíbles, con el de
personas y oficios, con el que vi en las películas, con el imperial, el
colonial, con el de la guerra, con el comunista o con el comunista capitalista
ilustrado…eran tantos y tan diferentes que ignoraba cuanto tiempo dedicaría a
cada uno de ellos y cuales serían los lugares descartados sobre las diferentes
alternativas que había apenas esbozado: lo único que tenía claro era que casi
un mes después tenía cerrado el regreso desde Bangkok y que quería pasar unos
días en la capital Tailandesa.
A medida que se recorre la distancia de 35
kilómetros que separa el aeropuerto de la capital se van sucediendo las
primeras estampas de la diversidad social del país. En el trayecto lo mismo se
ven circular humildes carromatos tirados por bueyes, que enormes camiones de
fabricación china atiborrados de mercancías; bicicletas y motos, que flamantes
deportivos. En los costados fábricas que vomitan humo podrido comparten espacio
con pequeñas granjas; enormes vallas publicitarias con humildes letreros
escritos en cartulinas: pequeñas casas de madera que aún sobreviven ante los
nuevos suburbios de grandes edificios: lo tradicional con lo moderno, el
socialismo con el capitalismo, la riqueza con la pobreza; el orgullo y la
humildad.
Tras una hora de viaje, de atascos puntuales
e impactos visuales varios, llego a mi hotel situado en el barrio antiguo. Como
muchos edificios del Hanoi antiguo, la fachada es estrecha (debido a que por lo
visto el pago de impuestos se realizaba en función de los metros que ocupaban
en la vía), y un interior profundo que me adelanta lo que días después
comprobaré: El alma vietnamita es de una insondabilidad tan profunda, tan
desconcertante, que cualquier intento por acercarse a ella te lleva a cientos
de caminos diferentes.
Recorro pasillos y subo una gran escalera
hasta mi habitación. En apenas media hora me zambulliré en el laberinto de
calles y oficios que conforman el viejo y destartalado Hanoi que veo desde la ventana, respirando aire contaminado pero
con la mirada de un adulto que regresó a sus memorias de niño, que recupero sus noches
de estrellas.
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Continuará